martes, 27 de abril de 2010

COMPORTAMIENTO ANIMAL. MAÑAS DE JABALÍ VIEJO.

El padrillo tendría unos cuatro años. Como sus hermanos de lechigada, hacia ya un año que se había apartado de la piara. Si bien a esa edad no podía considerarse un trofeo excepcional, ya tenía algunas de las mañanas que caracterizan a los jabalíes viejos. Sabía jugar a las escondidas. Al menos lo había hecho con un amigo mío unas noches atrás.

Dentro del monte se movía a gusto, sintiéndose seguro. La vida no era mala en su espesura, ya que siempre había alguna papa de monte o bayas de caldén a mano para picotear. Tampoco faltaban insectos y otros animales pequeños para suplir el menú. El hambre, atraído por estos pensamientos, le apareció de golpe, y recordó los granos de maíz que sabía lo estarían esperando en el tajamar. A regañadientes emprendió el camino. Había aprendido a desconfiar de todo, y el tajamar era un lugar demasiado abierto para su gusto.

No estaría a más de trescientos metros del mismo, pero recorrer esa distancia mientras que se va tomando unos bocados aquí y otros por allá le llevaría al menos una hora. Mientras tanto podría asegurarse que el lugar estuviese libre de sorpresas. De todos modos tenía planeado entrar al maíz cuando fuese noche cerrada. No antes.

Ignorante de lo que transcurría, me encontraba en el apostadero, esperando su arribo. Quizá esta noche tuviese un poco más de suerte y pudiese verlo. El día anterior había bajado y nos había dejado sus huellas frescas como carta de presentación.

El tajamar donde me había apostado presentaba una playa de unos 40 metros de ancho, sobre la cual y cerca del agua había cavado unos pozos bastante separados entre sí, directamente frente al apostadero. En los mismos enterré un puñado de maíz. Esto evitaría que los pájaros comiesen el grano y retendría al jabalí por más tiempo en el lugar, ya que tendría que hozar para obtener su premio.

El sol comenzaba a caer. El horizonte se había teñido de naranja por el ocaso y reinaba un silencio absoluto, roto ocasionalmente por el trinar de algún pájaro solitario. Un par de patos sobrevolaron la charca y luego aterrizaron en la misma con su característico vuelo rasante. En el agua se reflejaban algunos árboles cercanos que daban unas sombras oscuras, quebradas aquí y allá por el naranja rojizo del cielo. En conjunto se tenía la sensación de armonía y nada parecía indicar que la misma fuese a ser rota en algún momento.

El animal alcanzó el borde del bosque con los últimos rayos de luz. Aún había demasiada claridad para su seguridad, por lo que decidió permanecer bajo la protección del mismo un rato más. Durante todo ese tiempo se mantuvo cubierto por las sombras, sin mostrarse en terreno abierto, venteando y escuchando. En realidad no tenía prisa. Parte de su apetito había sido saciado con unos bocados tomados al paso. Su plan consistía en aproximarse al maíz desde viento abajo. De esta manera la ventaja estaría de su lado. Si bien su visión no le alcanzaba para chequear el terreno enfrente de sí, su olfato y oído compensaban con creces esta falta. La oscuridad, cuando llegase, haría el resto.

Desde donde estaba, el jabalí podía olfatear el maíz y el olor de los vacunos que habían bajado a beber. Unos pocos patos nadaban en la laguna, mientras los teros deambulaban en paz, de aquí para allá. Para él, todo parecía estar tranquilo, en orden. Aún así, se mantuvo observando desde su escondite, sin exponerse. Estaba esperando por algo más. Que la luna de octubre fuese tapada por las nubes, al igual que la noche anterior. Así podría cubrir los últimos metros entre el bosque y los cebaderos, sin ser visto y con total seguridad.

Ni el jabalí ni yo estábamos plenamente seguros de que el otro estuviese en las cercanías. Si el animal hubiese pensado por un minuto que podría haber alguien acechándolo, no hubiese entrado. Todas las precauciones que había tomado son las que toma por rutina. Aún así, no estaba contento. Por eso suelen llegar a viejos los muy ladinos. Por otro lado yo no podía tampoco saber si el animal estaba en las cercanías y si se acudiría al cebadero. Solo podía confiar en que lo hiciese, pero nada más. De la misma manera que el padrillo tendría que confiar en su suerte si quería comer esa ración extra. Esa sería para mí la oportunidad ansiada; para él podría terminar en un susto o un desastre, dependiendo de mi puntería.

El apostadero era sólido y cómodo. Para hacerle más difícil a los jabalíes poder ventear al cazador, se hallaba sobre elevado. Ubicado en noventa grados con respecto a la dirección del viento y semi oculto por unos árboles, hacía casi imposible ser detectado. Desde el mismo se tenía una amplia visión de la charca y de los cebaderos.

El rifle descansaba orientado hacia los mismos, sobre una baranda diseñada a tal efecto, con bala en recámara y seguro puesto. El viejo Mauser, un Obendorff deportivo de doble gatillo, estaba cargado con munición Norma de 180 grains, de punta blanda. El cañón, un Madsen dinamarqués en calibre 7,65 X 54, tendría su debut esa noche, si todo salía bien.

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